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Características principales

Título del libro
Un siglo de ausencia : nostalgia novelada
Autor
Historia de Bogotá Colombia Hernando Jiménez Pérez
Idioma
Español
Editorial del libro
Página Maestra Editores

Otros

Género del libro
Narrativa
Tipo de narración
Novela
ISBN
9789589788189

Descripción

Producto usado
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Un siglo de ausencia : nostalgia novelada / Hernando Jiménez Pérez

(Libro firmado y dedicado por el autor.)

Editorial:Bogotá:, Página Maestra Editores,2011

Descripción física:325 p. ; 22 cm

ISBN:9789589788189

Novela colombiana.
Colombianos en Estados Unidos-- Condiciones sociales -- Novela
Novela autobiográfica


“Mis primeros 25 años”, podría decir el autor de estas memorias, que en su madurez le quedó debiendo al lector al menos otro cuarto de siglo; deuda contraída en tanto esta “nostalgia novelada” –como identifica la obra en el subtítulo– envuelve con su voz intimista y espontánea, y con su prosa templada como las cuerdas de un violín, de ritmo entre pausado y febril, las peripecias sentimentales del protagonista, antes y después de
descubrir su vocación musical y su identidad sexual.

Las memorias de infancia son la golosina literaria más apetecible, sobre todo cuando evocan la ciudad habitada, con sus costumbres e ideas compartidas, como ocurre con esta reconstrucción de Bogotá entre los años 1940 y 1960. Desde el primer párrafo, Jiménez Pérez nos deja sembrados en el patio de la casa situada en lo alto de la calle de La Cajita de Agua en La Candelaria, epicentro de la familia; nos lleva en la Nemesia (tranvía) a la
quinta Provenza, en Chapinero; a un apartamento déco en el parque de Las Cruces; al kínder Billioque donde se formaron generaciones de niños chapinerunos; luego al liceo de Cundinamarca y al colegio Antonio Nariño de la calle 60; a la casa estilo inglés de
La Magdalena; al Tout va bien de la Avenida Chile donde jugaban bolos y comían empanadas y a los almacenes adonde iba a hacer mandados, entre otros lugares donde transcurrieron episodios gozosos y dolorosos de su infancia, como las celebraciones familiares, las muertes de seres queridos, y el 9 de abril de 1948.

A partir de ahí y en las próximas 170 páginas, nos llevará por barrios, calles, iglesias, clubes sociales y casas elegantes, en compañía de su gigantesca parentela, descendiente de un
general liberal de la Guerra de los Mil Días que les heredó el trapo rojo, más no la liberalidad mental. Son como Los días azules de Fernando Vallejo, cuando todavía inocente narra su cotidianidad en el barrio Boston de Medellín; y al igual que al autor antioqueño, al bogotano después le llegan las turbiedades del alma que narra en clave atormentada del clavecín que no llegó a dominar.

Si bien los nombres reales se mezclan con los ficticios –y al final encontramos una genealogía para apoyarnos en la difícil tarea de descifrar quién es quién en el tupido árbol dominado por enlaces entre primos–, aparecen nombres conocidos. Cuenta que su
papá, ‘el Chino’ Manos Alba, solía tomar aguardiente en la tienda de la esquina con ‘el Chiverudo’ (Felipe Lleras Camargo), entre otros bohemios conocidos de la época.

Tampoco se le escapan los desarrollos y subdesarrollos urbanísticos de la capital colombiana, como las quintas chapinerunas, cuyos nombres “eran un viaje sin pasaporte por Europa” (Padua, Lisboa, Florencia, Venecia, Capri, Lombardía, etc.); o las pretenciosas villas con nombre de mujer que contrastaban con las villas de miseria, de casas destechadas; o su recuerdo de la destrucción del parque Gaitán, que luego se convirtió en el medio hundido barrio El Lago; y narra con una precisión fotográfica cómo eran esas casonas y esos barrios que lo vieron crecer.


En esos inventarios asombrosos de árboles, vajillas, ventanas arrodilladas, muebles cubiertos de fundas, armarios con espejos biselados de cristal y la caja de los retratos con la
historia familiar, recuerda el llamado “canapé de los pobres” en su primera casa de La Candelaria, así definido: “Un armatoste republicano forrado en cuero y desgastado por la ilusión de los limosneros que recibían una taza de chocolate o por los pobres de
solemnidad que habían esperado la caridad de un préstamo…” [pág. 14].
La intertextualidad es divertimento en este relato nutrido de rimas, poemas, rezos, rondas infantiles, fábulas, canciones populares y melodramas que forman parte de la memoria colectiva de los colombianos; así como los juegos de calle, de mesa, las comidas,
las costumbres, el particular léxico familiar, los rituales sociales, las leyendas, los mitos y las tradiciones, como las visitas a siete monumentos en Semana Santa y la creación colectiva del pesebre en Navidad, que el autor ilumina con entrañables descripciones:

“Los patos, en sus trajes de baquelita, bajaban veloces por un río de plata, con olor a cigarrillos Pielroja, hasta el espejo roto donde se reflejaban orgullosos y amables” [pág. 65].
La formación literaria, cinematográfica, musical y artística del autor se desliza en sus aforísticas apreciaciones. Con filigrana recrea las costumbres de la burguesía, y en particular de sus tías, dedicadas a bordar, preparar exquisiteces culinarias, tomar las onces con té y colaciones como damas inglesas, rezar el rosario, añorar los amores perdidos y lavarse la cara con agua de arroz para mantener la tez clara. Una que otra tía se rebeló terminando en suicidio o en exilio.

A medida que recupera ese patrimonio familiar, encontramos una memoria salivar (como la de la Emulsión de Scott de la infancia), táctil (la pasta de cuero de sus libros favoritos),
sonora (Las aventuras de Kalimán y El derecho de nacer), visual (los cuadros de Rubens que le recordaban a las mujeres “hermosas”) y olfativa (“mamá Catica que olía a violetas”) porque los sentidos del autor se exacerban y en esa medida insinúan más de lo que dice, por ejemplo, la sexualidad, tema tabú a mediados del siglo pasado, surge en escenas sutilmente narradas, de contenido erotismo, discreto y perturbador.

Como mecanismo de resistencia ante la tradición familiar, no faltan las críticas a la doble moral y hasta los vainazos sutiles a la Iglesia: “Mamá siempre recalcaba ‘la pobreza franciscana’ (la pobre nunca conoció los tesoros de los franciscanos en la casa
cural de La Porciúncula)” [pág. 32]. Termina haciendo una disección de la familia, a corazón abierto, para conocer sus rasgos identitarios, también presentes en el inconsciente colectivo
de ese grupo social, como el tuteo, “ese mecanismo emotivo que los bogotanos
manejamos en forma cifrada para calibrar nuestros afectos… Entre padres e hijos no se pensaría en el tuteo. Mucho menos entre hermanos y primos. El tuteo se guardaba para los extraños, y el ascenso al usted era señal de que esa persona se había incorporado al
sagrado recinto de la intimidad. La madre estaba coronada por ése su merced medieval, apocopado por un su mercé más cotidiano” [págs. 41-42].


La iniciación a la juventud llegó con la borrachera obligada los “viernes culturales” en un cafetín del parque Santander, donde escuchaba tangos, y con David García Peña, lo más cercano a una estatua griega, a quien consideró su único y verdadero amigo. Con él y con otros amigos, todos de la alta sociedad bogotana, se dedicó a sus dos grandes pasiones: el cine y la música. Frecuentó las salas de cine de El Chile, el Tirso de Molina donde presentaban viejas películas mexicanas y españolas, y El Coliseo con el último cine
europeo. En la fiesta de grado en una casa del Antiguo Country, circularon cachos de marihuana, pero nuestro personaje, lejos de desordenarse, se sorbía el mundo con avidez intelectual, siguiendo en la Televisora Nacional el programa de arte de Marta Traba, a
quien dedica una oda.

Cuando Bogotá comienza a asfixiar a Cristian Manos Alba Gómez –un Sin remedio al que le encuentra cura– hace su primer viaje de iniciación a los Estados Unidos, país menos inhóspito entonces con los inmigrantes, pero la fatalidad le niega la larga estadía deseada en Boston y regresa a Bogotá con el sueño truncado de ser músico. Sin embargo, vuelve a intentarlo, y en esas idas y vueltas radica el drama de quien no logra echar raíces, y adormece sus frustraciones con el opiáceo de la ironía, en la más eximia tradición
de José Asunción Silva, tan citado en este libro (“El poeta bogotano era un jinete sin cabeza que me hería con los fulgores de su espada, a su paso por los castillos y parajes desvanecidos en la inasible bruma de mi infancia”, pág. 45).

En Nueva York, adonde va a visitar a una de sus muchas tías, compensa la falta de papa criolla y de agua de panela con las visitas a los museos y las exploraciones nocturnas al Central Park. De vuelta a Boston, donde se le acaba la vida de señorito, comienza a
trabajar en una fábrica para pagarse su manutención, cuando cae enfermo de tuberculosis y termina internado en un sanatorio. El destino empieza a mandarle saetas, y ensaetado queda, cual san Sebastián, el santo más sensual del santoral, muy a tono con el mundo de
impúberes que se abre a los ojos de Cristian, hiperestésico, observador incansable, de espíritu refinado e ímpetus de aventura, que pasa del cálido regazo de las mujeres de su familia, al torso resbaloso de sus amantes. En el sanatorio perfecciona el inglés y crea una hermandad con otras víctimas del bacilo de Koch, hasta que meses después la enfermedad de su padre lo obliga a regresar a Bogotá, ya recuperado. El clan familiar pasa su última temporada en una quinta de recreo de Engativá, donde muere el padre de un cáncer de pulmón. Luego llegaron los sesenta para Cristian, con su apariencia de “Beatle sin guitarra”,
y los amores rodeados de misterio y de buen gusto, nada sórdido, porque siempre abrevó en la burguesía ilustrada.

En el segundo viaje a los Estados Unidos, menos azaroso en tanto cuenta con el mecenazgo del amigo, la música es su principal objetivo, pero el fracaso amoroso lo descentra de sus estudios. Osma quiere convertirlo en un dandy, “en el Lord Douglas de Oscar Wilde”, y él se resiste. Esta última parte de Un siglo de ausencia quizá no tiene la frescura narrativa inicial porque ya pesa en los personajes el existencialismo, corriente en boga en esos años sesenta. De otro lado, el hecho de que Cristian haya tenido la suerte de tropezar en los Estados Unidos no con latinos desventurados y en permanente rebusque, sino con artistas sensibles, ricos y generosos, o con inmigrantes de todas las nacionalidades que hacen cadenas de solidaridad por el necesitado, le resta un poco de verosimilitud a la historia, que termina pareciéndose a una versión neoyorquina-bostoniana del Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, donde los fascinantes personajes se mueven en ciudades igualmente fascinantes, al tiempo que el autor realiza un estudio minucioso de las emociones, del amor y el erotismo. El siguiente viaje será de pocos meses, a Londres y París, suficientes para cauterizar las heridas del corazón antes de regresar a Bogotá con los suyos.

Como dije al principio, queda empezado el lector, deseoso de leer la segunda parte de estas memorias, pero difícilmente tendrá el gusto porque para escribir este libro el autor se tomó diez años, tras treinta de “decantación”, según se lee en la solapa. También quedó empezado el editor español Diego Hidalgo (ex presidente de Alianza Editorial), autor del prólogo, a quien la lectura le resultó tan amena y apasionante, que “se produce una inevitable frustración que lleva a implorar y a exigirle al autor que, si no lo está haciendo ya,
comience inmediatamente a proseguir el relato de su vida”.

Lo curioso es que el autor sigue siendo tan desconocido como su sello editorial, y su biografía (después de los 25 años) se resume en estas líneas:

Estudió música en el New England Conservatory de Boston y en la Longy School of Music de Cambridge, Massachusetts. A su regreso definitivo al país, terminó estudios de Filosofía y
letras en la Universidad de los Andes y enseñó inglés hasta su jubilación en el Centro Colombo Americano, de su natal Bogotá. Ejerció el periodismo cultural en El Espectador, Cromos y Magazín Al Día… Su traducción de La desobediencia civil de Henry David Thoreau, circula por la red y muchos de sus archivos periodísticos esperan su paso a una nueva luz.

Al buscar en la web al personaje, ante la falta de referencias en la historiografía de la literatura colombiana, encontramos que fue uno de los 20.000 ahorradores timados por Jaime Michelsen Uribe, el ‘Aguila’ del Grupo Grancolombiano, escándalo que destapó El Espectador, donde laboraba en 1982. Colabora eventualmente en medios digitales, donde es posible encontrar una deliciosa pieza titulada “Carta de Madame de Sevigné a Abelardo Forero Benavides” (31 de enero de 2012) por supuesto, apócrifa, pero que bien podría llevar la rúbrica de la escritora del siglo XVII por el tono irónico que se desliza como la seda.
En esta epístola, la dama le cuenta al escritor y amigo colombiano que se enteró por El Tiempo de cómo su hija, Clemencia Forero, legó los 3.800 volúmenes de su biblioteca a la “Villa de Facatativá”, su pueblo natal. Le recuerda cómo llegaron sus diez volúmenes de cartas a sus manos, que habían sido adquiridas por un joven músico llamado Hernando (el nuestro), que las compró en una venta de segunda por cinco dólares, en edición antigua,
y las vendió a la hija del profesor Forero porque necesitaba pagar el semestre
de universidad. Otra pista que encontramos del autor es que le dedica su libro al editor y a Ignacio Ramírez, el querido Cronopio que murió hace unos años, lector agudo y generoso, que sin duda habría reseñado con entusiasmo este libro, escrito con términos castizos
y santafereños, pródigo en juegos de palabras y calambures, con fino humor
cachaco.

Empezamos a comprobar que Jiménez Pérez, con esos apellidos invertidos de dictador tropical, es un secreto en cava a buen resguardo de nuestra literatura, que si bien goza de
voces frescas para vinos tempranillos, no registra como tales las maduradas con los años, con la incomparable cepa de la nostalgia. El buqué de los toneles de madera, no de acero inoxidable, deja estas exóticas botellas flotando en el mar editorial de los sargazos.
Insulares. Esbeltas.

Maryluz Vallejo M. Boletín Cultural y bibliográfico

Memorias con buqué
Un siglo de ausencia.
Nostalgia novelada
Hernando Jiménez Pérez
Página Maestra Editores, Bogotá, 2011,
325 págs.

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